Mediodía soleado y caluroso. Tempestad silenciosa. El entró al bar. Mirada penetrante y turbia sonrisa. Alto en imponente se dirigió a la última mesa saludando al mozo al pasar. Corrió la silla con alegría angelical, colgó el saco en el respaldo y se sentó con carácter endemoniado. Abrió su portafolio. Pidió agua con actitud avasallante. Impulsivamente tierno. Tomó una lapicera y comenzó a escribir. Lo observé solitaria desde mi mesa de enfrente. Allí estaba él: absorto al descuido y esmeradamente disperso. Escribía con ímpetu concentrado. Yo, lo miraba con distraída atención. El y yo no nos podíamos cruzar. Nuestras miradas tenían diferentes horizontes. El buscaba aventurado sosiego y yo necesitaba un agitado refugio. De pronto una simpática silueta femenina se proyectó encima de sus papeles. El se puso de pie con un efusivo saludo. Dejó a un lado los apuntes sobe la silla contigua y ofreció asiento con risa franca. Agasajó a su esperada invitada con cortesía y un café. Mientras tanto, desde enfrente, yo miraba como se nublaba mi día sin saber más de ti.
Lugar donde las palabras se tornarán maleables, se flexibilizarán dejando lugar suficiente para que los pensamientos fluyan y se expresen libremente, desnudando y exponiendo nuestras contradicciones.
viernes, 6 de febrero de 2009
Tempestad silenciosa
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