jueves, 22 de enero de 2009

CICATRIZ

Duele. La puntada lacerante nace en el mismo centro. Se constriñe. Se paraliza. Son instantes eternos. Luego el dolor sube expandiéndose en círculos concéntricos de lluvia. La oleada asoma a la superficie y la espuma queda bordeando con sal la herida. Entonces se relaja, intenta retomar control de sí misma. Pero el recuerdo de una sonrisa tierna arremete indómita otra embestida. Otra vez, con un suspiro entrecortado expira aliento helado. La sal descansó a la orilla de la herida del alma. Secó en un caparazón blanco, fusionó el doloroso corte. Es muy rígida pero cuando en la memoria sube una marea de palabras dulces, se filtra a la superficie por grietas latentes. Arde. Se vuelve a secar y endurece aún más el caparazón. Tira, retrocede ante la regeneración del tejido invisible que reconforta el alma en su padecimiento. Sufre. El alma tiene una cicatriz. Una herida que vistió con nueva piel el viejo dolor, ese que quedó grabado en el centro profundo de sí misma, con la marca indeleble que deja amargo sabor.